martes, 31 de enero de 2012

Subirse a las resbaladillas



                                                                                                             A Kristian Javier.


Cuando espero turno para la resbaladilla, sea para subir o para bajar, se me ocurre siempre la misma cosa; un movimiento involuntario, un ligero desvío de la mano, un truco en la cuenta de manzanas, y la niña del vestido naranja lanzaría un grito de felicidad anticipada. Pero hay distracciones que pesan más que cualquier empujón hacia la risa. Esta vez fue la ola de calcetín alrededor del cuello de sus pies pequeños, es diferente, es una idea linda, una ola, o a la mejor sea la misma cosa que el empujón.

 Los padres siempre nos previenen de algo,  el fuego, el agua, el vacío, la caída, el silencio, la lluvia, los otros, como si además de ser pequeños y no poder explicar las cosas a la manera de los grandes, estuviéramos ciegos, inválidos,e insensibles. Mi madre dice que a los niños de ésta ciudad no les gusta que los toquen, es lo que me detiene en adelantar la cuenta,  el desvío de la mano pero... quizá ésta vez  también se equivoque.

 Un empujón repentino apunta a lo inesperado, pierdo el equilibrio en el talón de los pies y caigo de espaldas,  mis piernas se enlazan con las de alguien más,  el cielo se mueve paralelamente en ésta caída y las otras caídas de los niños.

 Desde el descanso del juego nos mira,  la niña, desde su vestido naranja y su cara redonda que también forman parte del cielo de astronautas, su pelo es un astronauta que huele a fresas, a rojo con hojas verdes, es más que un color con puntos agridulces, es la fresa, una jugosidad perfumada que se culmina en el deseo de la boca.

 ¡Qué pensamiento nos rompe la caída! Otros niños no ríen mientras caen, tienen miedo al cielo de astronautas, tienen miedo a la risa, al regalo, al empujón de la risa.

 Yo, me quedo todavía postrado allá abajo después  del declive, me quedo  a seguirme cayendo de la  risa. Es que a los tres años a uno lo atenaza el tiempo, entre el deseo, lo que se quiere y se deja para después  y el momento que ya pasó con una determinación tortuosa. Entonces, alguien grita que hay que darle la vuelta a la resbaladilla para volver a subir.

 Los muñequitos de líneas y bolitas que dibuja mi padre para explicar las relaciones humanas, se invierten como si fueran la misma línea del juego saliendo del lápiz. Corren las piernitas confundidas con las tuberías de la resbaladilla, todas tratan de atisbar primero, antes que los otros, antes que todo.

 De pronto yo también soy  ese dibujo que inventa la niña del vestido naranja, salgo de su mano que vierte rayitas de miel sobre el cereal.



Beatriz Osornio Morales


Entrada destacada

Sin que la noche sepa

  Plantaré flores sin que la noche sepa, lejos de todas las ausencias. Porque aún siento la oscuridad reírse en  mí,  con sorna, de lo cómic...